sábado, 10 de marzo de 2012

DE TRENES Y FANTASMAS

DE TRENES Y FANTASMAS

Está encerrado en una jaula de hierro mientras se va acercando a la Muerte a 24 km por hora. La Muerte lo espera al final del camino, su figura agrandándose minuto a minuto, lo está mirando a los ojos, serena, detrás de unos parachoques inútiles. En la cabina hay un panel, que alguna vez, hace medio siglo, vino bien pintado y lustroso desde el otro lado del mundo. En él hay unas palancas que se niegan a funcionar. Sabe lo que va a pasar: el tren desborda de gente y esa gente y ese tren van hacia un final de desastre. Sabe que va a haber muertos y que él puede ser uno de ellos. Atrás suyo, mil quinientas almas ignoran lo que él sabe, sumidas en sus preocupaciones de todos los días, con el pensamiento puesto en salir del tren y llegar a sus trabajos. Porque no son ricos ni influyentes los que viajan, aunque tengan la maldita costumbre de agolparse en los dos primeros vagones para salir más rápido de esa incomodidad, de sentirse personas otra vez, de llegar a tiempo para ganar un poco más o para tomar un cafecito antes de las tareas diarias, quien sabe, porque son humanos después de todo. El conductor se aferra a los controles, desesperado, porque esos controles no controlan nada, desesperado porque va derecho a la Muerte y la muerte va hacia él a 24 km/hr. Un sudor tibio se le desliza por la frente, un sudor que se hiela porque en su cabeza el desastre se agranda a cada segundo. Ha avisado del peligro a lo largo del viaje. La contestación ha sido siempre que siga. Se lo dice una voz inhumana, la voz de un monstruo de mil cabezas formado por impunes corruptos, políticos, barones, influencistas, mediocres, obsecuentes, negociadores, un monstruo que es una especie de Minotauro que devora al país. Igual, está acostumbrado a que todo en esa línea ande “más o menos”. Tiene apenas un hilito de esperanza de que pueda controlar la llegada. Encerrado en su jaula de hierro, ve agrandarse el final de los rieles, los pistones hidráulicos, alcanza a ver la gente que hormiguea allá para tomar el tren que - esa gente cree - volverá a salir de esa plataforma 2 de la Estación Once. Es demasiado tarde para llamar a control, ahora infla sus pulmones de aire, contiene la respiración, instintivamente se aprieta contra el respaldo. Como el bombardero que sabe lo que no saben las víctimas, él sabe muy bien lo que va a pasar en muy poco tiempo. 100 metros. En su mente aparecen las figuras de sus seres queridos, la angustia le anuda la garganta. 40 metros. Piensa en la gente que está atrás, a quienes escucha a través de la descascarada puerta que los separa de ellos. La gente suele ser cruel con los conductores, por ser la cara visible de la irresponsabilidad y el peligro. 20 metros. Ya es demasiado tarde. Hasta el último momento, la muerte lo estuvo mirando a los ojos, ahora desaparece. Hay un ruido tremendo como de una explosión o un terremoto. Una nube de polvo rojizo envuelve el tren y la plataforma. La inercia tremenda empuja de un manotón a hierros y gente hacia delante, los vagones se incrustan entre sí. Hierros y gente se mezclan. El conductor ve como el frente de chapa del coche se arruga como de papel, siente un golpe seco, se desvanece.
En una estación intermedia, un muchacho ha subido al mismo tren. En su mochila llevaba sin saberlo su propia muerte pero también la cultura desprejuiciada e irresponsable, veterana de muchos años, que ha forzado a los pasajeros a subir y a la falta de control dejar que cada uno se ubique de cualquier manera por más peligrosa que sea. Porque la cuestión es viajar y cada uno se acomoda donde encuentra un espacio donde no lo hay. Aquel monstruo negro de mil cabezas empuja a ese muchacho para que suba, porque la incultura de la gente va en su beneficio. Y eso se repite todos los días, la gente protesta entre sí pero no se queja, se acostumbra al maltrato, no tiene otra opción. Porque aquella maquinaria monstruosa se aceita con el opio de la gente, adormecida con una anestesia que es letal para ella misma. La anestesia de la repetición, de la propaganda, de ver como natural a los que viven de la corrupción o a los que no tienen otra salida que doblar la cabeza.
Flotando entre los pasajeros viaja en el tren un fantasma que está en cada uno de los vagones. Tiene forma de mujer y un nombre querido por todos. Mujer mil veces violada y robada, llena de llagas, sangrante. Es la argamasa invisible de toda esa gente. Algo que los une sin que lo sepan, un sentimiento de pertenencia, de comunión que nadie ha descubierto, pero que vive bien adentro de cada alma. Ese espíritu sostiene la cabeza del conductor, le seca el sudor, arropa con mantas invisibles a los que van a morir. Llora en su impotencia como la madre que es de todos los que viajan sobre esas ruedas que van hacia el desastre. Pero nada puede hacer.
Después, los gritos, la muerte, el caos. Un golpe en la conciencia de un pueblo que durará no se sabe cuánto. En la estación, un fantasma se aleja llorando. Se queda la maquinaria negra de la corrupción. El monstruo que él sí es a prueba de fallas. Ya está preparando su dosis de anestesia. Tiene todo ya muy bien maquinado. Con una sonrisa, empieza a pensar a quién le echará la culpa.
Osvaldo Pagano 3/3/12